El anuncio del que, con toda probabilidad, va a ser el primer fármaco basado en una terapia génica llena de expectativas a un sector necesitado de buenas noticias: el de las enfermedades raras.
Oficialmente, para que una dolencia se califique como «enfermedad rara», tiene que afectar a menos de cinco por cada 10.000 personas. Pero esa no es la única característica común de estas dolencias. Muchas de ellas, hasta un 80%, son de origen genético, y, de estas, la mayoría se deben a una sola mutación. Eso las convierte en candidatas perfectas para las terapias génicas. Es lo que ha sucedido con el déficit de lipoproteína lipasa, y lo que pasa con muchas más. Por ello, lo que suceda en este campo es seguido con especial interés por los expertos que trabajan en este campo.
Uno de ellos es Juan Bueren, que investiga una terapia génica para la anemia de Fanconi. Bueren, como buen científico, es muy cauto ante el anuncio de la aprobación del Glybera. “En principio, es una muy buena noticia”, admite de primeras. Pero enseguida matiza: “La aprobación que se le ha dado es condicional”
El tema del dinero —como es obvio— es vital. Como cada enfermedad rara necesita un tratamiento específico, los posibles compradores de un remedio son pocos. Pero el coste de su desarrollo es el mismo que el de un fármaco que van a usar millones de personas. Así que a nadie le interesa invertir ahí. Por eso, como explica Francesc Palau, director científico del Centro de Investigación Biomédica en Red sobre Enfermedades Raras (Ciberer), estos tratamientos se consideran huérfanos, y las empresas reciben ventajas fiscales por desarrollarlos.
Pese al carácter monogenético de muchas de las enfermedades raras, Palau insiste es que hay otras vías de investigación, como son los tratamientos que, aunque no curan, alivian. Y pone un ejemplo: “La insulina no cura la diabetes, pero mejora la calidad de vida de las personas con diabetes”.
De lo que no cabe duda es de que este paso, el primero en que un medicamento de este tipo se aprueba, es una inyección de optimismo para los pacientes (y no solo los directamente afectados). Y también un acicate para los investigadores.
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