Presente y futuro de la terapia génica de la retinosis pigmentaria

José Martí­n Nieto (Profesor de Genética) y Nicolás Cuenca Navarro (Profesor de Biologí­a Celular).

José Martí­n Nieto, Profesor de Genética del Departamento de Fisiologí­a, Genética y Microbiologí­a de la Universidad de Alicante y Nicolás Cuenca Navarro, Profesor de Biologí­a Celular del Departamento de Fisiologí­a, Genética y Microbiologí­a de la Universidad de Alicante, nos ponen al dí­a sobre la Terapia Génica en relación con la retinosis pigmentaria.

La retinosis pigmentaria (RP) afecta aproximadamente a 1 de cada 3.500 personas en el mundo, lo cual supone un total de más de 1,5 millones de personas. Sólo en Estados Unidos existen más de 100.000 enfermos de RP. En realidad no se trata de una enfermedad única, sino que se conoce por este nombre desde hace casi 150 años a un conjunto de degeneraciones hereditarias de la retina, muy heterogéneas tanto en sus sí­ntomas y edad de aparición como en su base genética. Los fotorreceptores (es decir, las células sensoriales de la retina responsables de captar la luz y enviar señales eléctricas al cerebro) degeneran progresivamente y mueren, primero los bastones y más tarde los conos, desembocando en ceguera parcial o total.

El origen genético de la RP es complejo. Se conocen actualmente 33 genes (de los aprox. 30.000 que contiene el genoma humano) que pueden producir RP si sufren mutación (González-Duarte, 2004), y que se hallan compilados en la base de datos RetNet (2006). Existen además en conjunto cientos de mutaciones conocidas. Sin embargo, más de la mitad de los casos de RP no tienen una causa genética conocida, por lo que faltan aún muchos genes por descubrir; se estima que un 60%.

¿Cuáles son los efectos de las mutaciones sobre los fotorreceptores o las células del epitelio pigmentario?

Dado el alto grado de diferenciación y complejidad de los conos y bastones existe una gran cantidad de proteí­nas susceptibles de sufrir alteraciones debido a mutaciones genéticas (Wang y cols., 2005). Algunas mutaciones actúan sobre proteí­nas involucradas en la cascada de la fototransducción, es decir, sobre las reacciones quí­micas que se producen en los discos de los segmentos externos de los fotorreceptores para transformar el estí­mulo de la luz en una señal eléctrica. Un ejemplo es la rodopsina, cuya función es la absorción de la luz. Otras mutaciones actúan sobre la estructura de los fotorreceptores, por ejemplo las que afectan a las periferinas, que mantienen paralelos entre sí­ los discos membranosos de los fotorreceptores. También existen mutaciones que afectan al reciclado de los pigmentos visuales (rodopsina de bastones y opsinas de conos), o los mecanismos celulares de fabricación de las proteí­nas.

¿Que es una mutación genética?

Todas las células fabrican proteí­nas, las cuales forman parte estructural de las células o regulan su funcionamiento. Las instrucciones para fabricar estas proteí­nas se encuentran en el núcleo de la célula, almacenada en el ADN. Un gen es un fragmento de ADN que contiene la información necesaria para producir una proteí­na. Un gen se copia en moléculas de ARN para llevar esta información fuera del núcleo hasta los ribosomas, donde se fabrican las proteí­nas. El ADN serí­a como el disco duro de un gran ordenador donde estarí­an almacenados todos los libros de una biblioteca. Si copiáramos la información de un libro en un ‘compact disc’ (CD), éste serí­a el ARN, la impresora serí­a el ribosoma y la impresión en papel del libro serí­a la proteí­na (Figura 1). Si se produce un error en el ADN (por ejemplo, un salto de una letra en el texto), lo que equivaldrí­a a una mutación en el ordenador central, el ARN que se copiarí­a (CD) serí­a defectuoso. Se fabricarí­a el libro (proteí­na), pero no se podrí­a leer pues la palabras no tendrí­an significado.

Cada célula contiene duplicada la información para la sí­ntesis de cada proteí­na. Si una mutación se produce en una copia y la proteí­na mal fabricada actúa como si fuera un tóxico sobre la célula, la considerarí­amos una mutación ‘dominante’. Cuando es necesario que las dos copias estén mutadas para que la células mueran, se denomina mutación ‘recesiva’. La mayorí­a de los casos de RP presentan herencia recesiva, es decir, para manifestarse la ceguera se requiere haber heredado un gen mutado del padre y otro de la madre. En la gran mayorí­a de estas familias ambos progenitores son videntes, aunque puede existir algún antepasado afecto conocido. Sin embargo, no son infrecuentes los casos que presentan herencia dominante, es decir, basta con haber heredado un solo gen mutado, bien del padre o bien de la madre, para desarrollar la enfermedad. En estas familias uno de los dos progenitores tí­picamente está afectado. Sin embargo, en una gran proporción de los casos de RP no existen datos familiares como para clasificarlos genéticamente.

Así­, dependiendo del gen en que ocurra la mutación y en qué lugar concreto de ese gen, la enfermedad tendrá una mayor o menor gravedad, edad de aparición y rapidez de avance (Farrar y cols., 2002). Todo ello, salvo excepciones, es muy difí­cil de predecir por el médico (pronóstico), incluso conociendo la causa genética concreta. Muchas mutaciones son caracterí­sticas de una familia en particular, mientras que otras surgieron hace miles de años y se han encontrado en personas de muy distintos paí­ses (Wang y cols., 2005). Se dispone actualmente de una gran variedad de animales de laboratorio que presentan las mismas mutaciones que personas con RP y sufren efectos similares. Sin embargo, el proceso de degeneración de la retina que en una persona ocurre a lo largo de varias décadas, en un ratón o rata tiene lugar en pocos meses. Estos ‘animales modelo’ de la RP no sólo son útiles para investigar cómo se desarrolla en el tiempo dicho proceso a nivel celular y molecular, sino también para el ensayo de nuevas terapias. Existen en la actualidad varias lí­neas de investigación encaminadas a la terapia de esta enfermedad (Cuenca, 2005). Por una parte, se están utilizando factores neurotróficos (como el bFGF, CNTF, BDNF, GDNF, etc.), ya sea inyectados o secretados por células genéticamente modificadas y posteriormente encapsuladas, para prevenir o ralentizar el proceso de degeneración (Mayor Lorenzo, 2006). Otros investigadores están proponiendo la utilización de antioxidantes a la hora de ralentizar la muerte de los fotorreceptores. Asimismo, existen varios grupos que están ensayando el transplante de células madre con el fin de sustituir los fotorreceptores degenerados por fotorreceptores sanos (Chong y Bird, 1999). Sin embargo la alternativa terapéutica por excelencia encaminada a la curación de la enfermedad en su base molecular serí­a la terapia génica.

¿En qué consiste la terapia génica?

La idea de la terapia génica es a priori sencilla. Si la célula posee un fragmento de ADN enfermo (gen mutado), sólo tendrí­amos que introducir un fragmento de ADN sano (gen correcto) para que se pueda fabricar la proteí­na sana. Es decir, introducir en el disco duro del ordenador la información adecuada para fabricar la proteí­na correcta (libro). A medida que se van conociendo nuevos genes y mutaciones que causan ceguera, se va aumentando el potencial de llevar a cabo terapia génica. Sin embargo, actualmente constituye un gran reto el introducir genes en los fotorreceptores de una persona, incluso de un animal de laboratorio. Existen problemas, como ”“entre otros”“ evitar su degradación una vez inyectados en el ojo, conseguir dirigirlos a los fotorreceptores, y que además funcionen durante un largo tiempo (Iborra, 2003). Sin embargo, sí­ resulta más factible introducirlos en el laboratorio en células madre retinianas, fotorreceptores o células del RPE, extraí­das del ojo de pacientes y cultivadas en placas de Petri. Para ello, el gen puede añadirse a las células: i) en forma de ADN con algunas modificaciones quí­micas, ii) en forma de complejos con vesí­culas de lí­pidos llamadas liposomas, iii) en el interior de microcápsulas de proteí­nas, o iv) encapsulado en ‘nanopartí­culas’ compuestas por un polí­mero de ácido poli-láctico o poli-glicólico, o por un co-polí­mero de ambos (Bejjani y cols., 2005), todo ello con el objeto de maximizar su eficacia de entrada en las células y hacerlo más estable en su interior (Marano y Rakoczy, 2005). Una vez modificadas genéticamente y cultivadas en grandes cantidades, estas células se inyectarí­an en el ojo del paciente, con lo cual se tratarí­a de una terapia génica ‘ex vivo’ (Chong y Bird, 1999).

Terapia génica de la RP con herencia recesiva

Ya que en estas variantes de la enfermedad las dos copias del gen están alteradas, se trata de introducir en los fotorreceptores un trozo de ADN con la información del gen sano para que estas células produzcan la proteí­na correcta. La transferencia directa de genes a las células de la retina en un paciente o animal vivo (terapia génica ‘in vivo’) requiere el utilizar un vehí­culo, o vector. Se está trabajando en encapsular genes en el interior de los llamados ‘inmunoliposomas’, que son vesí­culas especiales de lí­pidos recubiertas por un anticuerpo cuya función es la de unirse a las células diana (en nuestro caso, los fotorreceptores) y promover la entrada del gen terapéutico en su interior (Zhu y cols., 2002). La ventaja de los inmunoliposomas es que pueden ser inyectados de forma intravenosa, es decir, sin necesidad de ser administrados por ví­a intraocular. Sin embargo, suelen funcionar mejor con este propósito determinados virus, que no sólo son capaces de infectar con eficacia las células humanas o de animales de laboratorio, sino también de transportar ADN (o ARN) a su núcleo (disco duro del ordenador). Hasta la fecha, se han utilizado tres tipos de virus para «entregar» con éxito genes en la retina de animales modelo de RP: los llamados adenovirus, lentivirus y virus adeno-asociados, o AAV (Hauswirth y Lewin, 2000). A estos virus se les ha eliminado mediante ingenierí­a genética parte de su cromosoma, con el objeto de convertirlos en no patogénos, y en su lugar se inserta el gen a introducir en la retina. Estos virus «artificiales» se inyectan a continuación en el espacio subretinal, situado entre el epitelio pigmentario de la retina y los fotorreceptores, con la idea de que al infectar estos últimos les introduzcan el gen terapéutico. Cada uno de los tipos de virus mencionados tiene sus ventajas y sus inconvenientes, es decir, no existe un virus perfecto para llevar a cabo esta misión, pero los más prometedores hasta la fecha están siendo los AAV (Surace y Auricchio, 2003; Hauswirth y cols., 2004). Se han obtenido, así­, algunos éxitos destacables en animales. Por ejemplo, el gen de la periferina se ha introducido utilizando virus AAV como vehí­culo en la retina, ya en fase de degeneración, de ratones mutantes en dicho gen. Con ello se ha conseguido restaurar tanto la estructura como la función de los fotorreceptores, esta última evaluada mediante electrorretinograma (Ali y cols., 2000). Estos virus también han demostrado ser efectivos a la hora de introducir el gen del CNTF en ratones (Liang y cols., 2001), o del GDNF en ratas (McGee Sanftner y cols., 2001), mutantes en el gen de la rodopsina, obteniéndose una supervivencia prolongada de los fotorreceptores y una mejora de los electrorretinogramas. Uno de los mayores éxitos obtenidos hasta la fecha ha sido la recuperación de las funciones visuales en perros mutantes con ceguera congénita mediante la introducción del gen RPE65 en el epitelio pigmentario utilizando AAV como vectores (Acland y cols., 2005), estudios que se encuentran actualmente en fase I de experimentación clí­nica (Mayor Lorenzo, 2006). Efectos neuroprotectores también se han conseguido utilizando lentivirus o adenovirus para introducir el gen PDE6B en ratones mutantes con distrofia retiniana (Takahashi, 2004).

Terapia génica de la RP con herencia dominante

En los casos de RP dominante, ocurre que la proteí­na anómala producida a partir de la información errónea contenida en el gen mutado es tóxica, se acumula y mata al fotorreceptor. En este caso, no sirve el introducir en la retina la versión correcta del gen, ya que la versión incorrecta de la proteí­na sigue produciéndose. Tampoco es posible hoy dí­a eliminar el gen mutado ni sustituirlo en la célula por la versión correcta, ni siquiera en animales de laboratorio. En su lugar, la terapia génica en este caso consistirí­a en ‘silenciar’ el gen incorrecto, es decir inactivarlo, de forma que no se produzca la proteí­na mutante. Para ello se emplean ADN o ARN como agentes terapéuticos.

  • a) Oligonucleótidos antisentido
  • En primer lugar, pueden utilizarse moléculas cortas de ADN o ARN, denominadas ‘oligonucleótidos antisentido’ (Marano y Rakoczy, 2005), que poseen una secuencia complementaria a la de un trozo del gen que se pretende silenciar, la cual le permite unirse a éste. Una analogí­a evidente serí­a la de las dos manos: la izquierda es complementaria de la derecha y puede unirse a ella. Los oligonucleótidos de ADN antisentido poseen la capacidad de unirse a su correspondiente gen dentro del núcleo de la célula, impidiendo que se copie en ARN. Es decir, se unirí­an al disco duro del ordenador (ADN) e impedirí­an que la información se copiase en un CD (ARN), con lo que no se podrí­a fabricar la proteí­na incorrecta.

    Los oligonucleótidos de ARN antisentido, por otro lado, se unen al ARN que se copia del ADN, evitando su lectura por los ribosomas y, con ello, la producción de la proteí­na. Es decir, serí­a como un trozo de cinta adhesiva que se pegarí­a al CD (ARN) y no dejarí­a que la impresora (ribosoma) fabricara el libro (proteí­na).

    Para diseñar estos oligonucleótidos es preciso conocer cuál es el gen concreto mutado en cada persona. Un cierto problema lo constituye el hecho de que estos ADN o ARN cortos no distinguen entre el gen o el ARN correcto y el mutante, por lo que se evitarí­a la producción de ambas proteí­nas. Sin embargo, el silenciamiento génico nunca se consigue al 100%.

  • b) Ribozimas
  • Otra técnica para poder silenciar los genes incorrectos consiste en la utilización de las herramientas diseñadas mediante ingenierí­a genética denominadas ribozimas (Hauswirth y Lewin, 2000). í‰stas son moléculas de ARN con propiedades enzimáticas: poseen la capacidad de unirse al ARN de un gen (CD) y, a continuación, funcionar a modo de tijeras y cortarlo, es decir, destruirlo. Se están diseñando ribozimas que son capaces de distinguir entre el ARN normal y el mutante, de forma que se unan y degraden (‘supriman’) sólo a este último (Farrar y cols., 2002). Así­, dejarí­a de generarse en la célula la proteí­na mutante tóxica, pero seguirí­a produciéndose la proteí­na normal, con lo cual aquélla sobrevivirí­a. Cabe destacar aquí­ que se ha conseguido evitar la muerte de los fotorreceptores en ratas portadoras de la mutación P23H utilizando ribozimas, introducidos utilizando AAV como vectores, los cuales destruyen selectivamente la versión mutante del ARN de la rodopsina y no la versión correcta (Hauswirth y Lewin, 2000; LaVail y cols., 2000).

  • c) ARN de interferencia
  • Una tercera estrategia que se está ensayando para silenciar genes está basada en el fenómeno denominado ‘interferencia por ARN’ (descrito en 1998 por Craig Mello y Andrew Fire, recién galardonados con el Premio Nobel este año). Se trata de introducir en la célula un trozo de ARN de cadena doble, llamado ‘ARN de interferencia pequeño’, correspondiente a un segmento del gen a silenciar (Marano y Rakoczy, 2005). Cuando se detecta dentro de la célula la presencia del ARN de interferencia, se activa una serie de proteí­nas que destruyen todos los ARN (CD) de dicho gen. Los ARN de interferencia pequeños pueden diseñarse de forma que se eliminen especí­ficamente los ARN mutantes y no los correctos. Hasta ahora se ha conseguido silenciar varios genes en la retina de roedores utilizando ARN de interferencia pequeños (Matsuda y Cepko, 2004), pero dada la novedad de esta estrategia, se requiere mejorar su eficiencia para que pueda ser utilizada como terapia en un futuro próximo (Tessitore y cols., 2006).

    Para poder llevar a cabo terapia génica existen dos requisitos imprescindibles. En primer lugar, conocer el gen mutado en cada persona, mediante análisis genético, con el objeto de realizar una terapia diseñada adecuadamente para cada caso. En segundo lugar, que las células sobre las que se va a realizar la terapia génica no hayan sufrido ya degeneración. No obstante, en los casos en que no se conozca el gen mutado concreto también podrí­a realizarse terapia génica suministrándoles a las células de la retina el gen de un factor neurotrófico, cuya función serí­a la de proteger las neuronas frente a su degeneración progresiva y/o muerte (Farrar y cols., 2002). Con ello éstas producirí­an dicho factor de forma en principio ilimitada en el tiempo.

Las técnicas y estrategias expuestas en este artí­culo están en fase de experimentación en animales de laboratorio, y en algunos casos también en humanos, y muchas de ellas han demostrado ya ser capaces de retrasar en mayor o menor grado, o incluso revertir, los cambios patológicos en la retina causados por mutaciones hereditarias. Sin embargo, aunque los resultados obtenidos hasta hoy en animales modelo son muy prometedores, las investigaciones se encuentran aún en una fase relativamente precoz. Es preciso descubrir formas más eficaces de introducir genes normales en la retina y de que éstos funcionen durante un tiempo largo, o bien de silenciar los genes mutados de forma efectiva, según el caso. El perfeccionamiento de las técnicas de diagnóstico genético mediante ‘chips de ADN’ (González-Duarte, 2004), conjuntamente con la mejora de la eficacia de las técnicas de terapia génica, permitirá sin duda la curación total o parcial de numerosas formas de RP en el futuro.

Detalle de la revista Visión nº29.

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