Sólo un hombre de voluntad férrea sería capaz de dedicar cincuenta años de su vida a estudiar el sistema nervioso. Santiago Ramón y Cajal fue ese hombre sabio, paciente y tozudo que ha dejado un legado sin precio a la ciencia moderna. Este año se cumple el 100 aniversario de la concesión del Premio Nobel de Medicina al neurólogo español.
Cuando de pequeño se empeñaba en dibujar y le escondían el papel, pintaba en la madera, en la piedra, en el suelo. Esa voluntad férrea fue la que guió al Ramón y Cajal investigador, la que ayudó a dar a luz a sus descubrimientos, la que acompañó a su sabiduría y confirmó que España tenía un genio. Pero no un genio mágico salido de una lámpara, porque Cajal fue, en el mejor de los sentidos, un hombre como todos los demás, si acaso un hombre genial que, con tesón y constancia, contribuyó al avance de la ciencia y dejó un legado de pistas valiosas y certeras para futuras generaciones.
Este año, cuando se cumple el Centenario del Premio Nobel de Medicina otorgado a Santiago Ramón y Cajal, su figura está todavía más presente, más viva, y sus teorías médicas, más palpables.
La voluntad fue una clave en la vida y la trayectoria del investigador. Su padre, Don Justo Ramón, fue otra. De él heredó, precisamente, el carácter fuerte, tozudo y obstinado. Fue el padre, hijo de labradores de la provincia de Huesca, quien se empecinó en que Santiago se dedicase a la medicina. Y seguramente, de no ser por ese empecinamiento, el niño travieso con habilidad para las artes plásticas se habría dedicado a otro menester. Probablemente habría investigado, el color si hubiera llegado a pintor, las letras si hubiera llegado a literato. Pero fue a la ciencia a la que terminó consagrando su vida y su voluntad.
Histólogo en la soledad
Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, Navarra, 1854 — Madrid, 1934) se hizo histólogo en Zaragoza, en la soledad de su laboratorio, rodeado de revistas, libros y un microscopio Verik que adquirió con los ahorros de su sueldo de Capitán Médico en Cuba. También estudió alemán y se hizo un experto fotógrafo. Con su mujer, Dña. Silveria, fabricó sus propias emulsiones fotográficas rápidas, muy solicitadas por los profesionales del gremio. Desde 1883 hasta 1887 ocupó la cátedra de Anatomía descriptiva de Valencia. Por aquellos años, el Ayuntamiento de Zaragoza le regaló un magnífico microscopio Zeiss en agradecimiento a sus trabajos sobre el cólera durante una epidemia que asoló Levante y amenazó Aragón.
En 1887, a los 35 años de edad y con motivo de su participación en un tribunal de cátedra, tuvo la oportunidad de visitar el laboratorio de Luis Simarro en Madrid. Allí, Cajal quedó fascinado al presenciar por primera vez preparaciones de cerebro teñidas con el método de impregnación argéntica que Camilo Golgi había descubierto catorce años antes. Las células nerviosas aparecían nítidamente teñidas de negro sobre un fondo amarillo hasta sus más finas ramificaciones. “Como en un dibujo de tinta china”, describió Cajal. A finales de 1887, el investigador ganó la cátedra de Histología normal y patológica de Barcelona, ciudad en la que permaneció hasta 1892, año en que obtuvo la cátedra de la misma materia en Madrid.
Profundizando en Golgi
Los años en Barcelona fueron los más fecundos de Santiago Ramón y Cajal, empañados sólo por la muerte de su hija Enriqueta en 1889 como consecuencia de una meningitis. Con mucha paciencia y una actividad febril, quizá para ahogar la tristeza, él se dedicó por entero a perfeccionar la técnica de Golgi, hasta entonces muy variable en sus resultados, así como a estudiar con ahínco la textura del sistema nervioso. Así, se percató de que en los embriones y animales muy jóvenes las fibras nerviosas, al no estar todavía recubiertas de mielina, se tiñen mejor. Partiendo de esta certeza, observó, estudió y dedujo, mediante hipótesis contrastadas, que el sistema nervioso está constituido por billones de células, bautizadas por Waldeyer como neuronas, y que la neurona es la unidad anatómica, fisiológica y genética del sistema nervioso. Construyó así su Teoría Neuronal, según la cual las fibras que emite cada neurona no están en continuidad sino en contigí¼idad con las de otras neuronas.
A medida que Cajal iba avanzando en sus estudios sobre el sistema nervioso, iba sintiendo mayor necesidad de dar a conocer sus descubrimientos entre la comunidad científica internacional. Así, en 1889 invirtió todos sus ahorros en asistir al Congreso de Anatomía de Berlín. Al percibir que estaba pasando inadvertido, arrastró ”“literalmente- al profesor de Wí¼rzburg von Kí¶lliker hasta el microscopio para que contemplase en persona sus preparaciones. El prestigioso discípulo de Virchow miró por el aparato y quedó impresionado. Decidió apadrinar a Cajal y se comprometió a ayudarle en la divulgación de sus investigaciones. Años más tarde, Kí¶lliker fue uno de los mentores del científico español para el Nobel. Recordando aquel congreso, diría después Cajal: “Cuando un aragonés se decide a tener paciencia, que le echen alemanes”. A partir de ese momento, sus investigaciones comenzaron a tener el reconocimiento que merecían.
Poco amigo de los homenajes
En 1894, Santiago tuvo el honor de pronunciar la conferencia inaugural de la Real Sociedad de Londres, como anteriormente ya hubieran hecho Pasteur, Retzius y el mismo Kí¶lliker. A los postres del banquete ofrecido en su honor, Sherrington, quien sería Premio Nobel en 1932, dijo de Cajal: “Gracias a sus trabajos, el bosque impenetrable del sistema nervioso se ha convertido en parque regular y deleitoso, y sus investigaciones han establecido colaterales de conexión y placas motrices entre España e Inglaterra, antes separadas por siglos de incomprensión y desvío”.
En 1900, en el Congreso de Medicina de París, Cajal obtuvo el Premio Moscú, con una dotación de 5.000 francos. Un galardón a su labor científica que coincidió otro reconocimiento: la medalla de Helmholtz, que se concedía cada dos años en memoria de este científico y filósofo alemán. En 1901 Santiago Ramón y Cajal fue nombrado director del Laboratorio de Investigaciones Biológicas de Madrid. El gobierno le asignó entonces un sueldo de 10.000 pesetas anuales que el científico rebajó a 6.000 por parecerle excesivo. Lo que da muestra de que, para cuando Cajal obtuvo el Nobel en 1906, ya hacía años que gozaba de gran prestigio nacional e internacional. Sin embargo, él nunca fue proclive a los homenajes. En una ocasión escribió: “Para salir bien de los obsequios y agasajos de amigos y admiradores hay que tener corazón de acero, piel de elefante y estómago de buitre”.
Después del Nobel, y aún después de su jubilación, Cajal continuó investigando sobre la degeneración y la regeneración nerviosa de forma incansable, casi hasta el final de sus días. Abatido por el fallecimiento de su esposa Silveria cuatro años antes, el 17 de octubre de 1934 murió rodeado de sus hijos Felicia, Pabla, Pilar, Jorge y Luis.
Cien años después de recibir el Premio Nobel, Santiago Ramón y Cajal sigue vivo cada vez que se cita su nombre en alguna de las más de doce mil revistas médicas que se publican en todo el mundo. Sigue vivo gracias a la producción escrita que dejó una quincena de libros y cerca de trescientos artículos- y, sobre todo, sigue vivo gracias a sus investigaciones, que, como las de sus seguidores, han conformado una escuela en el análisis del sistema nervioso. Escuela cuyos postulados continúan vigentes.
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